Sara Ferreres nunca pensó que acabaría al frente de un restaurante estrellado. Licenciada en Bellas Artes, empezó trabajando como camarera mientras que estudiaba hasta que, poco a poco, la cocina se le metió bajo la piel. Hoy, al frente de Taller Arzuaga, restaurante con una estrella Michelin en plena milla de oro de la Ribera del Duero, vive su trabajo con entrega total: su objetivo es conseguir la segunda estrella, y lo admite abiertamente. Todo esto lo hace, además, en un entorno donde puede disfrutar de algo que antes le resultaba imposible: tiempo de calidad con su hija. Conversamos con ella sobre su historia personal, su visión de la gastronomía, la relación diaria con Amaya Arzuaga y los retos de un restaurante que no deja de evolucionar cuidando los detalles al máximo.
¿Cómo llegaste a liderar Taller Arzuaga?
Hace un año, cuando Víctor Gutiérrez dejó de ser asesor gastronómico, Amaya Arzuaga me dio la oportunidad de tomar las riendas. Yo ya estaba como jefa de cocina, aunque había llegado casi por casualidad, llevo aquí 4 años. Empecé tarde: estudié Bellas Artes, hice fotografía, diseño gráfico… y trabajé como camarera para sacarme cuatro duros. La cocina me atrapó sin que lo esperara. Me generaba curiosidad lo que veía y al final pasaba más tiempo dentro que fuera.
Has tenido tu propio restaurante, ¿verdad?
Sí, en Salamanca. Fue una experiencia fabulosa a la par que agotadora. Lo cerré en un momento personal complicado: me separé de mi pareja y decidí dejarlo justo antes de la pandemia. Viendo las cosas con perspectiva, fue la decisión más acertada. Tener un restaurante propio era mucho más esclavo: mi hija prácticamente aprendió a andar en la cocina. Ahora, en Taller Arzuaga, tengo tiempo de calidad con ella. Damos comidas de martes a domingo, cenas sólo viernes y sábado, cerramos los lunes… Es un lujo que antes era impensable.
¿Cómo defines tu cocina?
No me gusta encasillarme, digo que soy un poco freestyle. Creo que cuanto más te defines, más te cierras. Trabajo con producto propio, con proveedores de la zona, pero no me corto en aprovechar lo que venga de fuera. Hoy parece que si no tienes un “discurso” sobre proximidad, huertos propios, kilómetro cero, no eres nadie. Yo lo doy por hecho y lo fomento, pero también disfruto de la globalización: ¿por qué no usar un ingrediente asiático si me aporta algo? O unas quisquillas maravillosas, como tengo ahora. ¡O el mero! Vamos a ser sinceros, la trucha del río está prácticamente desaparecida de todos…
¿Cómo es trabajar en un proyecto tan grande, dentro de una bodega como Arzuaga?
Es un reto. Vengo de sitios pequeños, casi familiares, y aquí tienes una estructura enorme. Pero he tenido la suerte de que Amaya confía en mí y me da libertad creativa. Eso sí: todo se consensua con ella. Amaya tiene un gusto espectacular, artístico, creativo. Le sale solo elegir la vajilla, la mantelería… todo. Y eso marca la diferencia. Entrar en Taller Arzuaga es como cruzar un túnel: pasas del bar tradicional, del pueblo, al restaurante y es un cambio brutal, otro mundo.
¿Cómo vives tu compromiso personal con el restaurante?
Siempre digo que lo único que me falta es pagar la cuota de autónomos. Lo siento como mío. Amaya se ríe de mí porque dice que “tengo el puño apretado”: cuido cada euro, controlo las mermas, no soporto que se malgaste nada. Este proyecto no es solo un trabajo, es algo que me tomo como propio. Eso también me da algunos beneficios. Si un día me voy antes, pues a nadie le va a parecer mal porque el trabajo está más que hecho.
¿Cuál es el objetivo del equipo ahora mismo?
No me escondo: buscamos abiertamente la segunda estrella Michelin. Para eso no paramos de hacer cambios y mejoras. Sabemos que no depende solo de la cocina, sino de todos los detalles: la sala, el servicio, la bodega… Estamos reforzando equipos, mejorando materiales, afinando cada pequeño detalle. Por ejemplo, la decoración del toldo de la entrada. Es una chorrada, pero todo suma, y el cliente se da cuenta. Es un trabajo constante, pero lo hacemos con ilusión y ambición. Estoy contenta donde estamos, ¿eh? Pero siempre hay que querer ir a más.
¿Han venido ya los inspectores este año?
Si lo han hecho, no nos hemos dado cuenta. No somos capaces de identficarles, la verdad. Sólo he conocido uno en mi vida porque se presentó, al final de la comida, en un restaurante anterior en el que estuve. Tampoco creo que hayan pasado los de la guía Repsol. ¡Estoy deseando!
¿Qué retos tenéis por estar en un entorno rural?
Encontrar personal. Estamos en medio de la nada, y no todo el mundo quiere venir a vivir aquí o hacer 80 km diarios. El alquiler es caro, no hay muchas opciones. Aun así, si alguien tiene pasión y quiere aprender, intentamos darle oportunidades.
¿Cuál es tu punto débil en cocina?
La pastelería. Me encanta, pero no tengo paciencia. Me gusta estar en mil cosas a la vez, y la pastelería exige calma y precisión. Aun así, disfruto mucho cuando puedo quedarme sola a hacer pruebas, con tranquilidad.
Sara me despide con una sonrisa tranquila, de esas que hablan de humildad y pasión. Mientras cruzo el túnel que conecta el restaurante con el bar, ese umbral casi mágico entre dos mundos es fácil entender por qué su cocina y su equipo están donde están. Cada detalle respira compromiso: desde la vajilla elegida con mimo por Amaya Arzuaga hasta las manos inquietas de Sara, que cuidan cada euro, cada plato, cada historia que sale de la cocina. Aquí no hay espacio para la falsa modestia ni para las excusas: hay un equipo con ambición, que sabe lo que quiere y que trabaja cada día para conseguirlo.